El motor que mueve esas búsquedas no es generalmente el mejoramiento de las viviendas ni de la ciudad, sino exclusivamente el abatimiento de los costos. Y tampoco de todos los costos, sino fundamentalmente del costo inicial, ignorando, por ejemplo, el de ampliación y el de mantenimiento. Ello es parte de una lógica en que se asignan pocos recursos a un tema que requiere muchos, pero también del reconocimiento que el problema es muy vasto y no puede esperar.
Así fue que presenciamos en los '80 los experimentos del Banco Hipotecario, realizando licitaciones solo para sistemas prefabricados y financiando la construcción de viviendas de madera; a principios de los ‘90, las experiencias piloto de la intendencia montevideana y, durante quince años (1990-2005), la política de Núcleos Básicos Evolutivos del Ministerio de Vivienda de la época, con la que se pretendió, con mucha cosa alternativa, pero malos resultados, bajar los costos reduciendo los metros cuadrados, y se probaron no menos de quince sistemas constructivos “innovadores”.[1] Y vale la pena recordar que ya las cooperativas, en los ´70, habían utilizado copiosamente, las losetas de ladrillo, y construido las Mesas y el conjunto “José Pedro Varela” con elementos de hormigón prefabricado en planta, en estos casos con muy buenos resultados.
Las referidas búsquedas ignoran a menudo, sin embargo, que el factor más costoso en la producción de viviendas no es el hormigón, o la mampostería, ni siquiera el suelo… sino el dinero, y que los más eficientes esfuerzos tecnológicos para abaratar una envolvente o los servicios, o cualquier otro rubro, impactan muchísimo menos en el acceso del usuario que la exoneración del IVA a la vivienda social o la rebaja de un par de puntos en la tasa de interés[2]. Por eso era tan importante la lucha de FUCVAM por el 2%, afortunadamente culminada a fines del año pasado.
Esto no quiere decir que el perfeccionamiento tecnológico sea inútil ni mucho menos. Simplemente que hay que relativizar lo que podemos esperar de él, conociendo mejor qué puede lograr y qué no. Porque todavía hay quien piensa que todo es solamente cuestión de tecnología, y que no importan la gestión, los recursos y las dinámicas sociales.
A veces se instala, por otra parte, una oposición entre construcción “tradicional” y “no tradicional”, incluyendo en la primera categoría lo que se construye con hormigón y mampostería, y en la segunda, curiosamente, todo lo demás, incluso técnicas tan antiguas -incluso milenarias- como la construcción con tierra o con madera, que se presentan como “no tradicionales”.
En realidad, las tecnologías no son buenas porque sean nuevas o viejas, tradicionales o no tanto, sino por los resultados que se obtiene aplicándolas. Las que ya están probadas tienen una gran ventaja sobre las que no lo están: los puntos débiles se conocen, y se ha encontrado la forma de superarlos o al menos paliarlos, y ése es un camino que los nuevos sistemas aún deben recorrer. Además, frente al surgimiento de patologías en sistemas constructivos alternativos, las respuestas suelen ser más difíciles y costosas de enfrentar por familias con escasos recursos, por lo que lo barato inicialmente puede ser inviable de mantener. Pero, con esas precauciones, está bueno incorporar lo nuevo en todo lo que mejore lo que se viene usando.
Lo que se llama “construcción tradicional”, por otra parte, permanentemente está incorporando novedades y cambios: las cañerías de hoy no son las de hace veinte o treinta años; hay nuevos impermeabilizantes, más y mejores equipos y herramientas, y se han incorporado materiales nuevos más eficientes que los antiguos.
Pero todavía no se encontró la varita mágica y es muy probable que no exista. El costo del terreno sigue siendo el costo del terreno (y ahora es más alto, porque el mercado del suelo está distorsionado y el Estado sigue interviniendo poco en él); los costos fijos, también; los servicios siguen constituyendo una parte muy importante e inamovible del presupuesto, y en lo que se ha avanzado más claramente ha sido fundamentalmente en reducir tiempos y costos de la construcción de la envolvente, fundamentalmente de los muros, y en los entrepisos y techos.
Hace una década se soñó que empleando sistemas constructivos no tradicionales los costos se iban a reducir 40% y los plazos a la mitad o menos y las viviendas serían tan buenas o mejores que antes y así surgió la reglamentación 2011. Transcurrida esa década las 1150 UR se transformaron en 1700, 2000 o hasta más, los seis o doce meses en cincuenta, y aparecieron las patologías en algunos sistemas, al tiempo que desaparecía esa reglamentación, que ahora es solo una variante de la establecida en 2015.
Los estudios realizados en la Facultad de Arquitectura-Universidad de la República muestran claramente que no solo con tecnologías se mejora el producto y se reducen costos, aunque este indudablemente es un camino. Pero también tienen un papel fundamental la gestión (sobre todo cuando se eliminan intermediarios y se pone énfasis en la participación de los propios destinatarios)[3] y en el proyecto, que puede incidir en usar más inteligentemente los recursos o en desaprovecharlos si son utilizados con torpeza.
Por ejemplo: el suelo. Si a fin de reducir el costo de construcción de las casas, empleamos técnicas y materiales que solo permiten construir con baja densidad, podemos estar haciendo viviendas baratas, pero estaremos dilapidando ciudad.
Por ejemplo: si se piensa participativamente los proyectos, teniendo en cuenta que las tecnologías aplicadas sean apropiadas y apropiables por quienes construyan las viviendas (como los cooperativistas aportando su tiempo y sus manos), tendremos no sólo un producto más viable económicamente sino además un colectivo que se especializará en su propio sistema constructivo para poder hacer frente al mantenimiento y aún a las patologías que se puedan generar en el tiempo.
El problema es muy complejo y no se mata a este monstruo con una sola bala. Por el contrario, es fundamental articular acertadamente todos los recursos que se tenga para llegar al mejor producto posible, que será una combinación de buena calidad edilicia y urbana, y costo accesible (lo que casi nunca quiere decir costo mínimo). Si a eso colaboran las tecnologías “alternativas”, bienvenidas si son buenas. Pero no confundamos el fin con los medios.
[1] Ver Alonso y otros (2016), “¿La tecnología es la solución? Evaluación integral de las viviendas realizadas por el MVOTMA (1993-2002) empleando sistemas innovadores”: Montevideo, CSIC-UdelaR. Disponible en este enlace
[2] La exoneración del IVA, para las cooperativas implica eliminar un recargo de más del 12% en los costos y el pasar, por ejemplo, del 5 al 7% la tasa de interés, en un préstamo a veinticinco años, aumenta el monto de las cuotas en un 21%, bastante más que la economía que las cooperativas obtienen, con enorme esfuerzo, haciendo ayuda mutua, y una reducción de costos muy difícil de alcanzar por la introducción de tecnología. A su vez, pasar del 2%, tasa histórica del sistema cooperativo, al 5%, implicaba aumentar la cuota un 38%.
[3] En el estudio referido en la llamada 1 del Instituto de la Construcción de la Facultad de Arquitectura-UdelaR, hace ya siete años, entre varias experiencias evaluadas, se compararon desde el punto de vista físico, social y económico, tres programas, que utilizaron la misma tecnología alternativa: dos construidos por cooperativas y el tercero por empresa. Éste tuvo la menor calificación del total de los conjuntos evaluados, mientras los realizados por cooperativas ocupaban respectivamente, una posición intermedia y una de las mejores.